Una jaula de grillos. En eso parece que se ha convertido el partido popular en los últimos dos meses, y así parece que seguirá hasta que se celebre el XVI. congreso popular. El indiscutible líder de hace tres meses, el elegido por el guía espiritual del partido, es ahora el discutido por todos, el problema en lugar de la solución.
Cuando Aguirre salió a la palestra como alternativa oficiosa – a día de hoy sigue sin ser oficial – a Mariano Rajoy, el debate sucesorio en la dirección del partido parecía algo personal, un quítate tú para ponerme yo, un debate a primera vista carente de reflexión ideológica. Más que ideológica, la reflexión parece haber sido estratégica, pero desde luego los movimientos de estas últimas semanas han provocado que florezcan las dos alas del partido: por un lado, la que definen sus estatutos, es decir el centro reformista; por otro lado, la ultraderecha, nunca oficial pero siempre presente.
Mariano Rajoy heredó hace ocho años un equipo acomodado en la política del todo vale, protegido hasta entonces por una mayoría absoluta. Todo valía frente a los nacionalismos porque, a diferencia de 1996, ya no hacía falta su apoyo para gobernar. Así creó el PP la imagen antipática que hoy tiene y que le impediría pactar con cualquier partido minoritario. El fracaso de 2004 se explicó con la teoría conspiratoria del 11 – M, el legado de Aznar no se puso en duda y los partidarios de la política marrullera pudieron seguir ejerciendo a sus anchas.
En 2008 ya no había conspiraciones de por medio, y la segunda derrota popular hubo que asumirla, a diferencia de cuatro años atrás, de puertas para adentro. Rajoy debió dar con la fórmula secreta – le ha costado años, o dos derrotas hacen pensar mejor que una – de que su partido crea, además de simpatías, muchas antipatías. Que muchos de los votos recibidos por los socialistas son votos contrarios al PP, y que ese odio creado hacia su partido tiene su origen en los años en que los nacionalismos periféricos eran criminales per se. Tarde, pero lo ha visto. De ahí que la ya famosa ponencia política quiera limar asperezas con los nacionalismos, porque sin ellos, volver a gobernar sería soñar con la mayoría absoluta. En esta lectura centrista de Rajoy se sitúan sus últimos movimientos (Acebes y Zaplana desaparecen de la escena política, Gallardón tendrá algún cargo de importancia en la dirección etc.), y en respuesta a esta lectura se entiende la hornada de críticos que le han salido al gallego. Alianza Popular se fundó como una federación de pequeños partidos conservadores con dirigentes franquistas y, a pesar de su refundación como Partido Popular en 1989, esas bases conservadoras están muy presentes. Ante un posible giro al centro, los mecanismos más integristas se han puesto en marcha y no permitirán a Rajoy el mínimo movimiento, no a cualquier precio.
Como escribe Elvira Lindo en su columna de El País (El Perdedor, 28/05/08), el mayor problema del todavía líder popular es quizá, por encima de su poco carisma o de su giro centrista, que ha perdido. Que Dios le pille confesado.
Cuando Aguirre salió a la palestra como alternativa oficiosa – a día de hoy sigue sin ser oficial – a Mariano Rajoy, el debate sucesorio en la dirección del partido parecía algo personal, un quítate tú para ponerme yo, un debate a primera vista carente de reflexión ideológica. Más que ideológica, la reflexión parece haber sido estratégica, pero desde luego los movimientos de estas últimas semanas han provocado que florezcan las dos alas del partido: por un lado, la que definen sus estatutos, es decir el centro reformista; por otro lado, la ultraderecha, nunca oficial pero siempre presente.
Mariano Rajoy heredó hace ocho años un equipo acomodado en la política del todo vale, protegido hasta entonces por una mayoría absoluta. Todo valía frente a los nacionalismos porque, a diferencia de 1996, ya no hacía falta su apoyo para gobernar. Así creó el PP la imagen antipática que hoy tiene y que le impediría pactar con cualquier partido minoritario. El fracaso de 2004 se explicó con la teoría conspiratoria del 11 – M, el legado de Aznar no se puso en duda y los partidarios de la política marrullera pudieron seguir ejerciendo a sus anchas.
En 2008 ya no había conspiraciones de por medio, y la segunda derrota popular hubo que asumirla, a diferencia de cuatro años atrás, de puertas para adentro. Rajoy debió dar con la fórmula secreta – le ha costado años, o dos derrotas hacen pensar mejor que una – de que su partido crea, además de simpatías, muchas antipatías. Que muchos de los votos recibidos por los socialistas son votos contrarios al PP, y que ese odio creado hacia su partido tiene su origen en los años en que los nacionalismos periféricos eran criminales per se. Tarde, pero lo ha visto. De ahí que la ya famosa ponencia política quiera limar asperezas con los nacionalismos, porque sin ellos, volver a gobernar sería soñar con la mayoría absoluta. En esta lectura centrista de Rajoy se sitúan sus últimos movimientos (Acebes y Zaplana desaparecen de la escena política, Gallardón tendrá algún cargo de importancia en la dirección etc.), y en respuesta a esta lectura se entiende la hornada de críticos que le han salido al gallego. Alianza Popular se fundó como una federación de pequeños partidos conservadores con dirigentes franquistas y, a pesar de su refundación como Partido Popular en 1989, esas bases conservadoras están muy presentes. Ante un posible giro al centro, los mecanismos más integristas se han puesto en marcha y no permitirán a Rajoy el mínimo movimiento, no a cualquier precio.
Como escribe Elvira Lindo en su columna de El País (El Perdedor, 28/05/08), el mayor problema del todavía líder popular es quizá, por encima de su poco carisma o de su giro centrista, que ha perdido. Que Dios le pille confesado.
